Al
tener hijos es común proyectar en ellos todos nuestros anhelos y deseos.
Queremos que tengan nuestras virtudes y que su desarrollo y sus habilidades
sean impecables. Que les guste el ballet o el fútbol, que destaquen
académicamente y que tengan muchos amigos. Queremos estar orgullosos de ellos,
pero la realidad es que queremos estar orgullosos de nosotros mismos, como si
la razón de sus logros fuera por nosotros.
La realidad es otra cosa completamente. Para
empezar, desde que nacen, son personas independientes a nosotros (aunque
dependan de nosotros). Sus virtudes y defectos, su personalidad y temperamento
es de ellos. Puede mostrar algunas similitudes con nosotros, pero ellos son
ellos.
Hay que comprender que nuestros hijos perciben
nuestras expectativas, las verbalicemos o no y al no cumplirlas, sienten la
insatisfacción que sentimos nosotros, no hace falta decir una sola palabra. La
cosa aquí es la siguiente: nosotros somos los adultos, los papás, ya vivimos
nuestra infancia, ya desarrollamos nuestras habilidades, ya sabemos que si le
gusta o no a nuestros padres, es problema de ellos. Pero los niños no saben
esto. No tienen ni la madurez ni la capacidad de comprender que lo que
esperamos de ellos tiene que ver con nosotros y no con ellos. Por lo cual si
“fallan” sienten que nos fallan a nosotros.
Llevo muchos años en el mundo del desarrollo
infantil, desde mucho antes de convertirme en mamá, y nada me preparó para esta
realidad. La realidad de la brecha que existe entre la fantasía y la verdad.
Comprender a profundidad que mis inseguridades y fallas no solamente vienen de
mi, sino de la persona que no logré ser ante los ojos de mis padres.
¿Y si en lugar de querer que nuestro hijo juegue
fútbol , queremos que sea feliz?
¿Qué pasaría si adecuamos nuestros estándares y
comprendemos que son personas independientes a nosotros y que nuestro papel
implica amor incondicional y apoyo? ¿Y si aceptamos todo de ellos sin
calificarlos ni compararlos? Podríamos tal vez, criar niños fuertes, sanos, que
transfieren la aceptación de sus padres a la propia, haciendo así la labor más
importante que nos corresponde: propiciar su felicidad.
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