No somos un número. No somos el dinero que ganamos, ni cuanto pesamos. No somos cuántos amigos tenemos, ni cuántas parejas hemos tenido. No somos cuántas veces hemos fracasado, ni la cantidad de éxitos que hemos tenido. Nuestro valor no se basa en la cantidad, y si es que quisiéramos definirlo, podríamos hacerlo más bien en cuanto a la calidad. La calidad de nuestras acciones, de nuestras relaciones, de nuestra alimentación y de nuestro trabajo. La calidad de nuestras interacciones con extraños, y cualquier otra acción- siempre enfocándonos en el contenido de la misma. Considero que si damos un giro importante a la forma en la que vemos estas cosas, y nos enfocamos en lo positivo, tanto personal, como del otro, podemos entender que TODOS estamos en el mismo barco. Aquí lo más importante es reconocer que nada nos caracteriza, así como todo lo hace. Es paradójico, pero nosotros somos los únicos que pensamos en nuestra cabeza, por lo cual nosotros somos los responsables de darle
Al tener hijos es común proyectar en ellos todos nuestros anhelos y deseos. Queremos que tengan nuestras virtudes y que su desarrollo y sus habilidades sean impecables. Que les guste el ballet o el fútbol, que destaquen académicamente y que tengan muchos amigos. Queremos estar orgullosos de ellos, pero la realidad es que queremos estar orgullosos de nosotros mismos, como si la razón de sus logros fuera por nosotros. La realidad es otra cosa completamente. Para empezar, desde que nacen, son personas independientes a nosotros (aunque dependan de nosotros). Sus virtudes y defectos, su personalidad y temperamento es de ellos. Puede mostrar algunas similitudes con nosotros, pero ellos son ellos. Hay que comprender que nuestros hijos perciben nuestras expectativas, las verbalicemos o no y al no cumplirlas, sienten la insatisfacción que sentimos nosotros, no hace falta decir una sola palabra. La cosa aquí es la siguiente: nosotros somos los adultos, los papás, ya vivimos nuestra